La de Navidad es una historia original que nunca se ha de olvidar.

Como todos los años, mi regalo para ustedes siempre es un cuento de Navidad. Espero que cada año pueda seguir haciéndolo y espero que sea siempre a estas personas que tanto quiero y que he aprendido a querer con el paso del tiempo. Gracias por formar parte de mi vida en todo momento: malos y buenos, pues aunque no lo crean me ayuda a ser más fuerte, aunque sea un poquito y aunque me caiga a cada rato.


La de Navidad es una historia original que nunca se ha de olvidar.


Y es que de verdad sucede así, pues en esta época de paz, amor, y todas esas cosas ‘bonitas’ de la época la gente enloquece comprando cositas para el nacimiento: que si los borreguitos de barro, que si las casitas huecas para ponerle foquito adentro y que brille, que si los pastores, que si el pasto, que si el musgo.

El musgo, quizás, es lo que hace diferente la no-original historia de Jaimito, pues el no compraba nada de esto. Su familia a penas y celebraba una posada o una jugosa cena de pavo y romeritos. No. La familia de Jaimito vendía musgo. Y bien bara, bara: a $20.00 m.n. el pedazo bien envuelto en cartón y en una bolsa plástica para que el auto de aquellos que gozan de ese privilegio no se ensucie por dentro.

A su modesto puesto improvisado bajaban señores y señoras de toda clase: señores de traje que se veían ridículos en un estado donde casi siempre hace calor, señoras con peinados extravagantes que se veían vencidos por la humedad, jovencitas pintarrajeadas que no notaban que se les escurría el rimel del calor tan inmenso de esta tierra, jovencitos galantes que se quejaban del perro que pasaba en la acera contraria…¡en fin! De todo un poco se veía.

Jaimito era quien envolvía el musgo y lo ponía en esas bolsas. Su madre, una señora ya un poco grande, recibía el dinero que discretamente guardaba en las bolsas de su mandil y toda ella bien huraña recibía y despedía a la clientela.

Por la noche, como a eso de las 9 p.m., hora del centro de México, el puesto improvisado bajaba sus cortinas de plástico para convertir su interior en la habitación de tan chambeadota familia: mamá, papá, hermano mayor, el que le sigue, otro más, Jaimito y el pequeñín.

No había en esa mesa improvisada una oración, ni una pizca de entendimiento. Sólo 8 tazas de chocolate a medio calentar y un biberón que en todo el día no se lavó. ¡Ah! Y no olviden el pan. Qué más podía pedir Jaimito.

En el sepulcral silencio de esa carpa, una voz estruendosa se hizo notar.

-¡Lárguense a dormir!- dijo sin piedad la mujer del mandil.

En la mesa todos se voltearon a ver, como si esperan a que fuera una broma. El padre, por su parte, flaco y larguirucho, con su bigote muy al estilo Pancho Villa, la miró con desdén. La mirada de su ‘querida’ esposa se posó sobre él y éste a su vez respondió dirigiéndose a sus hijos:

-Un día largo el de hoy, lo mejor es que todos vayamos a dormir.

En una hamaca dormía el pequeñín y en otras dos la madre tacaña y el padre sumiso. Los otros infantes en unos petates la noche tendrían que pasar.

Los armoniosos ronquidos no tardaron en amenizar la noche. Nadie parecía recordar que esa noche era Noche Buena. Al día siguiente, Navidad. Todos, excepto quizás Jaimito.

Él no podía conciliar el sueño. Por más que trataba de acomodar el petate y la bolsa de pasto navideño que funcionaba de almohada. Se sentaba y volteaba a su alrededor: las figuras que ese año ya no se venderían, el pasto que de seguro volvería a un corral y el musgo que envolvía que para otra cosa servirá.

Levantose Jaimito de su lugar y caminó a uno de los extremos de su improvisado hogar. La noche comenzaba a enfriar. Cauteloso, levantó una de las paredes y salió.

Sí, era una noche fría, pero con una luna resplandeciente y un cielo estrellado. A lo lejos se escuchaban los tronadores y en la calle se veían lujosos autos pasar ‘encarrerados’ como si tuvieran un destino que alcanzar. En otra acera un par de amigos cayéndose de borrachos y bebiendo como si fuera la última botella de la selva y una niebla comenzaba a abordar la carpa de Jaimito.

Los borrachos, los coches y los cohetes desaparecieron. Sólo se escuchaba aquella melodía desencadenada que interpretaban nasales sus familiares.

Decidió entonces regresar a la carpa y caminar hacia aquellas figuras sin vender. Los ojos del niño Dios lo contemplaban y era recíproco. Al borde del llanto y de la incomprensión, Jaimito decidió responder con una sonrisa.

Una serie de luces se encendió en ese momento al ritmo de una melancólica Noche de Paz que iluminó el rostro de nuestro amigo haciendo su sonrisa más grande. Sólo contemplaba y de repente se perdió en su felicidad. En su cabeza esa melodía tomaba forma y empezó a escuchar un coro entonando el tradicional villancico.

No sabía por qué, pero en ese momento, con el ruido de las luces, con la paz que sentía, volvió a su petate y era el más cómodo en el que jamás hubiera dormido y su almohada era la más suave y su sonrisa seguía siendo la más grande.

Luego entonces, se quedó dormido con esa felicidad que le hizo recordar que quizás su vida no sea tan mala y que la verdadera felicidad no depende del tipo del traje, ni de la señora del peinado, ni siquiera de sus papás y hermanos. No. La felicidad depende de uno mismo, aunque los demás no la comprendan.

Y como dirían por ahí: ¡Y recuerde: sea feliz!

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